viernes, 29 de octubre de 2010

Muñoz Teaching Nightmare!

Recientemente El Pecado se enteró de la crisis por la que atraviesa el Centro Culinario Ambrosía, una de las escuelas de Gastronomía con más tradición en México.
Esta escuela ha tenido tres directores en los últimos dos semestres, lo que ya de por sí refleja una situación de inestabilidad que a su vez a repercutido en constantes cambios de horario, reducción de grupos, etcétera.
Recientemente, fue nombrado el prestigioso chef e investigador Ricardo Muñoz Zurita a la cabeza de la institución, lo que de entrada permitía presagiar un mejor futuro para Ambrosía. Sin embargo, nos enteramos a través de varios alumnos y ex alumnos (muchos prefirieron abandonar el barco), que la nueva dirección adoptó una serie de medidas difíciles de comprender y que han causado un gran malestar entre el alumnado.
Como anécdota que cristaliza ese malestar, está la decisión de la dirección de obligar a los alumnos a ceder todo lo que producen durante sus clases a la cafetería de la escuela. Sólo que el material con el que se elabora esa comida fue pagado por los estudiantes a través de sus colegiaturas y el trabajo que dio como resultado la comida también lo pusieron ellos.
Pero la decisión de mayor repercusión es la de modificar el plan de estudios. Este es sólo el primero de muchos cambios que se ejecutaron sin que aviso oficial de por medio y ni siquiera los funcionarios de la institución conocen en su totalidad en qué consisten dichos cambios.
Esto, puede ser más o menos criticable, pero en cualquier país del mundo civilizado, del mismo modo que la aplicación de la ley nunca es retroactiva, cuando se modifican los planes de estudios universitarios o de postgrado, nunca se aplica la modificación a los alumnos que ya iniciaron su carrera o diplomado, quienes terminan con el mismo plan con el que iniciaron.
El problema es que en éste caso sí se pretende aplicar el nuevo plan a los estudiantes que ya iniciaron su preparación académica con la expectativa de un determinado plan que implica el desarrollo de un currículum determinado y lo tendrán que terminar en otro completamente diferente.
Lo más preocupante es que todos estos cambios están en el aire, pues sólo han sido comunicados de manera verbal, sin mayor formalismo.
Y lo peor es que las diferencias son de fondo, porque en el nuevo plan del Diplomado en Artes Culinarias, por ejemplo, el periodo de estudios se extiende un semestre, además de que las prácticas que con el plan inicial se realizaban en otro país ahora se tendrían que realizar forzosamente en México. Y aún más: de un enfoque eminentemente práctico (no olvidemos que se trata de aprender un oficio) ahora pasarán a un enfoque primordialmente teórico, con clases magistrales sin casi nada de clases prácticas.
El admirado chef Muñoz Zurita, del que ya hemos elogiado su cafetería Azul y Oro, al parecer olvida que dirigir una institución académica no es como estar al frente de un restaurante, y que los planes de estudio no se cambian como quién modifica un menú en programa Ramsey’s Kitchen Nightmare.
Lamentablemente, una vez más vemos que en el sistema educativo en este país las decisiones se toman sin tomar coniderar lo más importante: a las personas, que en este caso son los alumnos que además pagan una sustanciosa colegiatura.

Tandoor, sólo para iniciados

Tratando de probar algo diferente, nos fuimos a un restaurante de cocina de la India, que está a un lado de Polanco, muy cerca del hotel Camino Real, en la colonia Nueva Anzures.
Llegamos temprano y, ¡lotería!, encontramos un lugar enfrente para estacionarnos, porque los de valet parking brillaban por su ausencia. Entramos a una decoración de bazar oriental y encontramos que en todo el local sólo había un par de británicos.
Para ser una noche de jueves, la concurrencia fue paupérrima, sólo otra mesa también de británicos y una familia de hindúes y nosotros, como representantes de la raza de bronce.
El único detalle que nos recordó que estábamos en México, fue la indolencia de los meseros, que aunque no había nadie se la pasaban chacoteando y sin atender como se debe.
La carta de alimentos era muy extensa, y hasta numerada para facilitar la orden, y con una explicación simple de cada platillo. Tenía muchas secciones y gran variedad. Pero el servicio en ningún momento se tomaba la molestia de explicar en qué consistía por ejemplo el Beef Tikka, que para un neófito suena como a “what?”. De eso y de la concurrencia dedujimos que era un lugar sólo para iniciados.
De entrada pedimos unas Queema samosa que en contra de lo que pudiera pensarse no es que estuvieran muy calientes y sabrosas en expresión de un bebé de dos años. Eran tres empanadas fritas rellenas de carne ($60); la técnica de fritura estaba muy bien realizada pero faltaba relleno, lo que convertía al plato en algo muy seco. El relleno era carne molida de res, jugosa, bastante condimentada (como todo lo hindú), predominando el comino.
La segunda entrada que pedimos fue un plato vegetariano Aalu Mattar ($80), que consistía en una mezcla de chícharos con papas guisadas en salsa de curry rojo. Buena cocción y un excelente sabor, las verduras se deshacían en la boca y equilibraban lo fuerte de la salsa.
Todo lo compartimos, hasta los platos fuertes que eran el Beef Tikka ($140) famoso, que según la carta era un filete mignon en tandoor en tikka masala, lo que sea que eso signifique. No era muy bueno, muy cocido y duro de textura, aunque la salsa sí estaba buena.
Y también pedimos un chiken Julfrezi ($115) anunciado como pollo deshuesado en salsa curry y jengibre, pero que en realidad eran trozos de pollo. Tenía muy buen sabor, predominando el gusto del jengibre y ‘lemon grass’; picante pero fresco a la vez.
Para acompañar pedimos un Vegetable Pulaoo ($80), arroz con verduras que no era nada especial y tenía como tres verduras aparte de que era híper especiado con comino y clavo (que no es crítica porque así es el plato).
Ya que la carta de vinos era muy limitada, aunque a muy buen precio, decidimos maridar con un vino tinto Aliwen reserva ($315), un coupage entre Cabernet y Carmenere, chileno, de las bodegas Undurraga.
Sin importar que lo que ya habíamos cenado ya era muy pesado, decidimos pedir un postre y algo que nos ayudara a la digestión. Así, escogimos un Mango Lassi ($32), que es una bebida de yogurt natural con mango simplemente deliciosa, y además un pastel de dátil con nueces ($33) que no se veía muy apetitoso, pero sí estaba bueno.
La experiencia fue muy interesante pero no fue ni con mucho la más gratificante, por la falta de atención y de disposición para aclarar las dudas, que habría sido muy útil en un restaurante que implica otro idioma y costumbres.
Lo que sí es que la calidad de las preparaciones era buena y eso se reflejaba en que la mayoría de los asistentes eran extranjeros que conocen bien este tipo de cocina. Sin embargo, la falta de apertura a la concurrencia nacional hace que esté tan vacío. Y fijándonos un poco en la mesa de los hindúes de al lado, nos dimos cuenta de la enorme falta de asesoría que tuvimos al pedir los platos, porque todo lo que pidieron ellos se veía mucho más sabroso que lo nuestro.
Aunque somos conscientes de que era un local entre cafetería y restaurante, si nos decepcionó la decoración que esperábamos que nos transportara a lugares más lejanos y no a un bazar “X” de la Avenida Insurgentes, con manteles que parecían la falda de la abuelita, muebles pesados, y una arquitectura cuadrada de la que no se buscó sacar provecho alguno, sino simplemente rellenarlo.
Con todo, si les gusta la comida Hindú, vale la pena ir. Y si no conocen mucho lleven un diccionario hindi–español. Es mejor ir a comer que a cenar, porque en el último caso no van a dormir muy fácilmente, ya que es comida muy pesada y condimentada.

lunes, 18 de octubre de 2010

Piegari, ¡Mama mía! ¡Che!


Un restaurante que llegó para enriquecer la oferta gastronómica de la zona sur de la Ciudad de México, es el Piegari. Un italiano interpretado por argentinos.
El lugar, en Avenida de la Paz en San Ángel, es una apuesta contra el destino, porque todos los negocios que han estado en la misma casa han quebrado más pronto que tarde. Sin embargo, la propuesta del Piegari parece sólida, con una ambientación muy bien hecha, con diferentes espacios, algunos espectaculares como el jardín, que es un área amplia con piso y con un domo muy alto de cristal que se puede abrir o cerrar completamente, dependiendo del clima que haya. Y aún queda un espacio de áreas verdes, donde hay esculturas de artistas contemporáneos.
La casa fue remodelada, quedando un lugar encantador en el que realmente se disfruta estar, sobretodo en el jardín, si el clima es bueno. De cualquier modo, el área está rodeada de calentadores que mantienen el lugar con una temperatura agradable.
Al poco de sentarnos para disfrutar del final de la tarde, el mesero nos ofreció algunos cócteles y dijo que los martinis eran la especialidad, aunque sólo mencionó tres. Sonia accedió a tomar un martini Piegari, hecho con guanábana y frutos rojos. Gerardo mejor pidió un etiqueta negra en la rocas.
Como llegamos a cenar temprano (todavía había luz solar) y además estamos engordando mucho, porque reseñar restaurantes chics tiene su costo, que se puede cuantificar en kilos y problemas digestivos, pedimos sólo una entrada no tan ligera, en lugar de las tres que acostumbramos: una provoleta con jitomates deshidratados ($150). La presentación era como cualquier provoleta, pero el sabor era excelente, un queso de buena calidad y los jitomates que lo complementaban con acidez y dulzor.
De segundo pedimos un ‘risotto ai fungí’, que en la carta se ofrecía como orden para tres ($490) o para dos ($350). Pedimos la segunda para compartir y aún así no pudimos terminarla, porque además de ser abundante, el sabor estaba muy saturado con hongos diversos, mantequilla, parmesano de no muy buena calidad, pimienta y un picor resultado de algún chile que cansaba al paladar.
Afortunadamente, para equilibrar teníamos un vino del valle de Guadalupe: Teziano, Norte 32 de Sinergi-VT ($1,450), un mono varietal de Cabernet Sauvignon que reinterpreta dicha cepa, convirtiéndola en algo muy refinado y redondo. Con aromas a frutos rojos en compota, tabaco y retrogusto a chocolate, acidez y tanicidad en equilibrio. Una increíble elección. Como detalle curioso, el sommelier nos comentó que la escultura que adorna la etiqueta del Teziano estuvo exhibida en el restaurante, porque el dueño del Piegari es amante del arte, razón por la que en todos los espacios existen obras que complementan muy bien la ambientación.
El sommelier, nos dio muy buen servicio. Nos explicó (y no como el típico discurso de memoria) el carácter del vino, además de que lo decantó para una mejor evolución.
El plato fuerte, que maridó perfectamente con el tinto, era un bife de chorizo Don Julio ($470). Eran 550 gramos de carne a las brasas con costra de tres pimientas, napada con salsa al tequila Don Julio, acompañada de papa horneada rellena de queso, tocino y cebollín. Este plato estaba en las “sugerencias de los bicentenarios” (por el de México y Argentina) en donde se exponían platillos que fusionaban técnicas e ingredientes de ambos países.
La presentación no era nada esmerada, simplemente la carne cubierta con mucha salsa, y la papa en otro plato, lo que de entrada no facilitaba mezclar los sabores. La cocción de la carne era correcta, dorada en el exterior y jugosa en el interior. La salsa, aunque tenía muy buen sabor, era opacada por la costra de pimientas que acaparaba toda la atención. Un plato bueno, de sabores fuertes y donde el tequila no tenía presencia. La cocción de la papa era dispareja, encontrando partes suaves y otras duras, además de que era más el relleno de queso, al estilo tex-mex.
La carta era tan extensa como la de un restaurante oriental, con al menos 10 secciones entre antipasto, pizza, sugerencias, risotto, pastas, aves, pescados, ensaladas, sopas, postre y más. Cansado para una elección rápida y más cuando se te antoja todo; por ejemplo, entre las entradas había unas aceitunas rellenas de carne y empanizadas ($190) que nos quedamos con ganas de probar, como muchos otros platos. Pero bueno, la oferta al final es buena y con mucha variedad para cualquier gusto.
El servicio es más que excelente, impecable; con un equipo profesional y esmerado en servir.
De postre cada quien pidió el suyo. Sonia un tradicional tiramisú ($130) que era una súper porción con mala presentación pero deliciosamente gordo al paladar. 
Y Gerardo, intentando ser más saludable, pidió un sorbete de limón con vino blanco espumoso ($120) que tuvo que regresar ya que el sorbete estaba derretido, el escarchado de la copa parecía el vaho del repostero que lo montó y, para colmo, lo adornaba una hermosa sobra de frambuesa que chorreaba y parecía haber sido masticada con anticipación. 
La segunda vez, la copa no estaba escarchada, el sorbete estaba sólido y traía adentro una zarzamora completa, como debe ser; aún así Gerardo no se lo comió por la acidez excesiva que tenía y que no maridaba nada con los vinos de postre que pedimos.
Compartimos dos vinos (que no babas) en cuatro copas. El primero, un italiano Dulcedo 2005 Santa Margerita, Veneto Italia, con aromas a frutas secas, mantequilla y toques de vainilla, nos gustó, pero menos que el segundo: un Sweet Goat 2007 by Tamaya, del valle de Limarí, en Chile, un vino de cosecha tardía de moscatel, cremoso, con aromas a durazno y membrillo (ate), así como almendras tostadas. Muy equilibrado y excelente para maridar con postres a base de lácteos.
En conclusión, el Piegari es un excelente lugar para una cena romántica, donde el gancho principal es el lugar, con un muy buen servicio y alimentos que, sin ser malos, podrían mejorar.

Dirección: Av. De la Paz 6, Col. San Ángel
Tel. 5550-3535

Horarios:
Dom. de 13:00 a 19:00 hrs.
Lun. a Mie. de 13:00 a 0:00 hrs.
Jue. a Sáb. de 13:00 a 1:00 hrs.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Sabores y sinsabores en el Castillo

Para el post de esta semana fuimos  a la sexta y última charla-degustación en el castillo de Chapultepec, dentro del ciclo Sabores de la historia impartida por el investigador Edmundo Escamilla junto con el  jefe de cocina Yuri de Gortari.
La combinación de elementos en el marco monumental, la charla amena,  la degustación interesante, la encarnación de personajes por un actriz y la música en vivo, hacen que sea una experiencia única por la que valió la pena pagar $450 por persona o $2,400 del abono por las seis pláticas.
Sin embargo, en esta última la experiencia comenzó mal porque, por causas ajenas a los organizadores, el evento empezó una hora más tarde y subimos al castillo cuando ya era de noche y nos perdimos la vista de un espléndido atardecer. Lo peor fue que tuvimos que hacer una cola de más de 45 minutos entre mosquitos ponzoñosos, porque sólo había 3 camionetas para subir a unos cuantos centenares de personas.
Para colmo, cuando logramos subir, no había donde sentarse porque el éxito desbordó a la organización.
El tema de la charla fue: “El maximato callista, Lázaro Cárdenas y la nueva revolución en el estilo de vida cotidiano: la llegada de los electrodomésticos”.
Tras la conferencia de Edmundo y la explicación de los platos de Yuri, un ejército de meseros salió de la cocina con una bebida que acostumbraban tomar Frida Kahlo y Diego Rivera llamada Amor Brujo, que era simple agua de jamaica con ron y azúcar, que se subía rápido.
Le siguió la sopa de macarrón con almendra, que llevaba la almendra molida en el caldo, cambiando la textura de la salsa.
El tercer plato era un pollo en nogada, que salía por completo del concepto de nogada blanca, pues era más bien un tipo adobo rojo con cacahuate y canela, siguiendo la receta de la época.
Lo siguiente fue una torta de elote salada con rajas, un platillo común, pero interesante por lo salado que secaba la textura y que rompía con el típico concepto que manejamos de torta de elote, que es más bien dulce.
Luego llegó el cerdo en salsa de ciruela, un poquito seco (por las dificultades del servicio) pero la salsa, aunque era poca, salvaba el platito.
El penúltimo plato fue un cuete mechado con salsa de sidra, muy bueno, como de los tiempos de la abuelita.
Y para finalizar, ya más de nuestra época, sirvieron un pastel de tres leches elaborado, a diferencia de la mayoría de los que se ofrecen actualmente, con las leches cocidas.
Todo en porciones de degustación, pero suficientes para complementar el conjunto del evento.
Adicionalmente ofrecían dos tipos de vino tinto y dos de blanco, además de refresco o agua embotellada. Los vinos que se anunciaban en cada mesa en una hojita con el precio, eran los blancos Casa Grande, de Casa Madero, y Blanc de Blancs; mientras que los tintos eran Serafiel, de Adobe en el Valle de Guadalupe, y Monteviña, de menor calidad. Obvio, por la cantidad de gente los vinos de mejor calidad volaron.
A lo largo del ciclo de charlas se abordaron momentos significativos de los últimos 200 años que incluían la historia de la vida cotidiana de los grandes personajes, pero también el día a día de los mexicanos comunes. Con especial énfasis en los chismes de la época, en donde nos enteramos de cosas como que una antepasada de Edmundo le puso el cuerno a su marido con Agustín de Iturbide, pero también de cómo vivieron los máximos líderes de nuestro país en el Castillo de Chapultepec.
También se trataba de festejar el Bicentenario y el Centenario, echando “un vistazo a la historia a partir de lo cotidiano”, en donde la comida de todos los días es un protagonista obligado, pues como dijo Edmundo en una de las charlas: la comida es uno de los primeros elementos que constituyó la identidad nacional.
El duo de Yuri De Gortari y Edmundo Escamilla inició hace varios años con el restaurante La Bombilla, que se transformó en un servicio de banquetes, y que fue el germen de lo que actualmente es la Escuela de Gastronomía Mexicana.
Las charlas en el Castillo  comenzaron en el año 2002, junto con la colaboración de CONACULTA-INAH, El Museo Nacional de Historia y la Fundación Promuseo Nacional de Historia. En aquella ocasión fueron cuatro pláticas con el tema de La Comida Virreinal.
En esta oportunidad el ambiente se enrareció por los festejos  del Bicentenario y la logística se complicó porque la seguridad estaba en manos del Estado Mayor Presidencial, que puso múltiples restricciones en un México dominado por la paranoia de la guerra contra el narco.

viernes, 1 de octubre de 2010

Rústico, tal cual


La semana pasada quisimos ir a cenar al restaurante Xaac en Santa Fe y así lo planeamos. Gerardo pasó por Sonia a su trabajo situado en un lugar bucólico en la serranía que rodea la Ciudad de México y de ahí emprendimos el camino hasta el antiguo vertedero reconvertido en zona corporativa y residencial.
Cuando llegamos, ¡oh sorpresa, estaba cerrado! Ni a quien culpar, fue nuestro error por no checar los horarios, pues sólo abre de 13 a 18 horas los lunes y martes. En el pecado llevamos la penitencia y en una noche lluviosa y fría nos vimos buscando a dónde ir en ese confín de la civilización.
Como en pueblo gringo, ahí no hay peatones ni lugares que se detecten a simple vista. Todo son complejos comerciales y de oficinas que albergan algunos restaurantes de diverso pelaje. Para no hacerla larga, acabamos en el Rústico. Y rústico era.
Un elemento que nos movió a ir a un lugar de tan singular nombre es que una reconocida chef lo recomendó como su lugar favorito en su programa de tv. Pero ya se sabe que no se puede uno fiar de lo que dicen en la tele.
Llegamos y el lugar parecía un local tras la expansión del virus en Resident Evil: no había ni un alma para recibirnos. Tras titubear decidimos entrar y avanzamos sin encontrar forma de vida alguna durante un momento, hasta que topamos con un hombre vestido de overall al que sólo de faltaba tener una paja entre los dientes. Lo anterior tiene sentido, ya que el concepto del lugar es cocina de campo, pero la rusticidad es literal.
Se nota desde la decoración, que es como de cantina tex-mex y un poco de restaurante Arroyo, pero más limpio.  Habríamos empezado, como siempre, con un cóctel, pero Sonia no podía tomar, por lo que nos conformamos con una botella de agua Perrier ($85).
El servicio era casual y despreocupado. A pesar del overall, tanto el mesero como el capitán se preocupaban por dar un servicio por encima de sus posibilidades.
De cortesía nos obsequiaron una arancini de risotto sobre puré de papa que estaba muy reseca y pastosa, pero se agradece la intención.
Un buen detalle es que, como tienen un horno de pan, te sirven al menos dos veces uno recién horneado. Lo malo era que parecía pan árabe albino y sabía como tortilla de harina medio cruda, además de que estaba presentado sobre un paño para trapear o jerga.


Gerardo, a los 10 minutos de beber agua se acordó que no es abstemio y pidió una  copa de vino Ramirana Reserva Merlot ($85), un tinto chileno con aroma a moras y con matices herbáceos, humedad y chocolate. De estructura ligera, maridaba muy bien con los platillos que elegimos.
Como entrada pedimos para compartir un carpaccio de res ($95) bien presentado en un platón rectangular, con una ración generosa de arúgula y champiñones, muy bueno si se aderezaba con vinagre y aceite.
Una segunda entrada, ésta caliente, fue un chorizo argentino ($60) simple, ni muy bueno ni muy malo. Tenían morcilla (moronga), pero Sonia de plano no se animó a comerla.
De plato fuerte, igual compartimos un bacalao estofado ($175) con mariscos y con cassé de chorizo, presentado de manera sencilla pero con sabores interesantes por la combinación de lo marino con el embutido.
El segundo plato a compartir fue un chamorro de cerdo confitado en salsa verde ($142) que Sonia no pudo soportar, pero tal cual, porque al primer bocado decidió no comer más, pues el sabor era muy fuerte como resultado de una cocción incorrecta. A Gerardo no le disgustó y sí se comió su parte.
De postre Sonia terminó con un tiramisú ($48), que tampoco era el mejor, porque estaba muy refrigerado. Eso sí, la salsa de chocolate que lo guarnecía estaba deliciosa. Lo acompañó con un café americano ($28).
Gerardo, como casi siempre, pidió su plato de frutas, que no estaba en la carta, pero le sirvieron fresas con manzana ($48). Nada del otro mundo, pero la fruta estaba fresca. Además, bebió té de hierbabuena ($32).
La verdad es que llegamos a Rústico de forma improvisada, pues pensábamos a ir a un lugar de otra liga y nos encontramos en un sitio que, sin ser malo, distaba mucho de ser el mejor dentro de su categoría.
Al final, cualquiera que sea la clasificación del restaurante, uno espera que lo sorprendan y le den de comer bien. No comimos mal, pero tampoco nos sorprendió.
Dirección
Av. Vasco de Quiroga 2900
Col. Santa Fe
Tel. 5292-4214

Horarios:
Dom de 13 a18 hrs; Lun a Mie de 13 a 00 hrs; Jue a Sáb de 13 01 hrs.